Opinión

El neoliberalismo irreversible

Por Juan José Rodríguez Prats


Dos obsesiones entre tantas han caracterizado al presidente López Obrador: desmantelar todo lo que identifica como el antiguo régimen y consolidar una cada vez más etérea transformación, de tal manera que nadie pueda revocarla. A mi juicio y a mitad de su gobierno, en ambos intentos ha fracasado.

La Revolución Mexicana creó un sistema político, desde la Constitución de 1917 hasta que el partido hegemónico perdió la mayoría en la Cámara de Diputados (1997). Ochenta años en que hubo aciertos y desaciertos. Hubo gobernabilidad, avances económicos y sociales; en lo político, permitió el tránsito a la democracia sin violencia. Una de sus aportaciones más notables fue la etapa del desarrollo estabilizador, basada en un principio básico: el deslinde de lo económico y lo político, que inició su relajamiento con Luis Echeverría.

Durante la administración de Miguel de la Madrid se dio un giro que ha sido llamado neoliberalismo. Aclaremos el término.

En varios eventos en el transcurso del siglo XX, convocados por relevantes pensadores, se debatió sobre las fallas de las ideas de la Ilustración. Estaban conscientes de que el liberalismo era la ideología –válgase la expresión– menos ideologizada y con mecanismos de autocorrección. Les preocupaba la pobreza, la desigualdad y el acendrado individualismo. Ellos mismos se autodenominaron neoliberales. El término fue distorsionado y se aplicó al capitalismo salvaje, también llamado “de cuates” o “de casino”. Indistintamente con la palabreja se identificó a los malos.

Sostengo que hoy, John Locke —padre del liberalismo político— y Adam Smith —padre del liberalismo económico—, suscribirían las propuestas fundamentales del —en buen sentido— neoliberalismo, con las correcciones propuestas por John Maynard Keynes, que se adaptarían al mundo globalizado con un ingrediente adicional: fortalecer la política social un tanto despreciada desde la Revolución francesa que, por privilegiar las ideas de libertad e igualdad, se olvidó de la fraternidad.

Volviendo a nuestro país, López Obrador ha pretendido desechar todo lo que tomó décadas consolidar. En todos los casos ha fracasado. Intenta rescatar empresas públicas quebradas y obstruir la inversión privada, costoso ensayo. Los servicios públicos se deterioran y se encarecen. Sueña de nuevo con un nacionalismo a ultranza. Vano esfuerzo, cuando México está inserto en la economía mundial. Anhela concentrar el poder atropellando la división de Poderes, frustrado propósito. Mexicanos probos y ejemplares lo han impedido. Quiere retornar al Estado como empresario, proyecto imposible. Las finanzas públicas están deprimidas. Desprecia al federalismo, la mayor aportación de liberalismo. Fuerzas centrífugas se lo han impedido.

No cantemos victoria. En medio de su frustración, puede ser peligroso.

Los estudiosos del autoritarismo se asombran del grado de servilismo en que suelen incurrir los cortesanos para halagar a quien manda. Les causa igual asombro la pasividad del conjunto social que se margina y con irresponsabilidad deserta de sus obligaciones fundamentales. Lo he dicho: ser ciudadano consiste en asumir deberes.

López Obrador jamás se resignará ante el fracaso de su famosa 4T. No se reelegirá, pero tiene un fervoroso y pervertido afán: su proyecto transexenal. Le aterra que el próximo gobierno dé marcha atrás a todas sus reformas y retorne a todo lo que ha condenado.

Nuestra historia registra enormes desafíos y no en todos los casos hemos salido airosos. Sería incurrir en un patriotismo cínico. Hemos pagado altísimos costos por nuestra condescendencia con los abusos de poder. No disponemos de mucho tiempo para actuar. Parafraseando a Paul Valéry, el futuro dejó de ser lo que era. Démosle un poco de esperanza.