Opinión

La primera víctima

Por Alejandro Mier


–Con que tenemos una nueva víctima, ¿eh?

–Así es detective. –Contestó el oficial.

Robledo continuó por el pasillo rumbo al cuarto del motel donde ya se aglutinaba la prensa.

–¡Ramírez! ¿Qué hacen todas estas personas aquí? ¡Sáquelas inmediatamente!

–Pero, jefe, es la prensa…

–Me importa un bledo quienes son, ¡los quiero fuera! Oiga, ¿y quién es ese? –dijo al ver a un joven que, encorvado y postrado contra un muro, vomitaba escandalosamente.

–Es Rivadeneira, señor.

Robledo se acercó a él y se burló:

–¡Hey, novato! Al parecer el gasto de tu desayuno de hoy no fue una buena inversión, ¿verdad?

–Deje que vea el cuerpo con sus propios ojos, ¡es grotesco! –Refutó el joven con los ojos llorosos y escurriendo por las fosas nasales. Además, moría de ganas por descubrir al compañero encargado de crear los chistes policiacos para ponerle una buena tunda. Lo tenía más que merecido por hacerlos tan de mal gusto.

Robledo por fin penetró en la habitación la cual ya había sido desalojada. Sólo un cuerpo yacía sobre la cama, semi desnudo. Quedó impactado al ver que el agresor había arrancado la piel del rostro de su víctima mutilándolo con un cuchillo. Por un momento le afectó, a pesar de ser el quinto cadáver que le tocaba estudiar de este caso. Mientras lo observaba con detenimiento, fue tomando nota: “hombre maduro, tal vez cuarenta años; piel morena, musculoso, probablemente carpintero de oficio”. Por su ropa y demás pertenencias obviamente estaba fuera de lugar en un motel frecuentado por juniors a los que no les importaba derrochar 700 pesos por el cuarto.

Robledo se acercó para ver más de cerca su cara, o lo que quedaba de ella, y se percató que igual que el resto de las víctimas, su frente presentaba los mismos cortes. Cogió su pantalón de mezclilla y al levantarlo cayó a la alfombra una revista de bolsillo con el título “Leyendas de pasión”.

–Vaya, amigo, –dijo Robledo a la víctima–, creo que ahora si tuviste tu propia “Leyenda de pasión”.

Rivadeneira, que ya seguía sus pasos, agachó el rostro decepcionado ante la pésima broma y prefirió marcharse. Era suficiente por hoy.

 

Por la tarde, en la comisaría, el teniente Gómez, convocó a junta:

–A ver, a ver, ¡silencio por favor! Quiero saber qué tenemos del caso “cara cortada”.

–El cadáver de hoy no agregó mucho a la investigación, teniente –replicó Robledo–. Tenemos exactamente el mismo perfil y tipo de víctima: moreno, fornido, de pocas posibilidades económicas, quizá albañil, carpintero, pintor.

–¡Eso ya lo sé! ¡Díganme algo nuevo! ¿Qué tenemos del asesino?

Enríquez, el psicólogo, contestó:

–Señor, todo indica que nuestro hombre, es un tipo alto, corpulento y muy hábil ya que domina a sus víctimas con aparente facilidad. Además, creo que buscamos a alguien de aspecto grotesco; no sé si de rasgos muy feos o posiblemente con acné o hasta el rostro con cicatrices o quemaduras. Eso explicaría el por qué les arranca la piel de la cara a sus víctimas. Las odia y de alguna manera es su forma de vengarse. Además, con seguridad es homosexual.

–¿Pero entonces, –rebatió el teniente–, ¿por qué no elige víctimas más apuestas y de mejor clase social?

–Es un misterio… –dijo Enríquez.

–Jefe, si me permite, yo tengo otra teoría –interrumpió Garnica–, probablemente estemos equivocados y lo que buscamos es una dama; una mujer rubia, el forense reportó que la cuarta víctima tenía unos cabellos güeros entre los dedos.

Después de sus palabras, todos en la oficina comenzaron a reír y a burlarse de Garnica.

–¿Y cómo te explicas que una mujer pueda dominar a hombres tan fuertes? Jaja… ¿Y cómo es que los cuerpos aparecen semi desnudos en hoteles y ni siquiera tiene sexo con ellos?

–¡Basta de tonterías! –dijo el teniente–, ¡a trabajar!

 

Un mes después, Porfirio se encontraba tirado en la cama en espera de que su acompañante saliera del baño. Se sentía muy afortunado; esa mañana mientras cargaba los bultos de maíz hasta la máquina de la tortillería, jamás imaginó que unas horas más tarde estaría en un hotel tan lujoso y mucho menos con una hembra así, por eso cuando la delgada rubia se subió en él, cerró los ojos y su muerte fue casi inmediata. El cuchillo penetró con gran exactitud en el corazón y con un movimiento ligero de muñeca, puso fin a su vida. Después, cortar su rostro, no fue más que parte del ritual.

 

Cuatro años atrás, Cinthya tomaba un curso de enfermería. Las maestras la describían como una alumna dedicada y sobresaliente. Su puntuación en lo relacionado al corazón, los músculos del pecho y la caja torácica, no pudo ser mayor. Siempre callada, tímida, sin amistades.

Y muchos, muchos años atrás, al llegar a casa, Cinthya se dirigió a su habitación para cambiarse de ropa. En eso, oyó las violentas pisadas de su padre subiendo las escaleras. Esta vez, no le importó que fuera un hombre sumamente fornido por sus años en el ejército. La hora de demostrarle que todo tiene un límite, asomaba las narices. Desde que era una jovencita, en cuanto su madre murió, el “negro Benavides”, como le apodaban, comenzó a violarla. Esta vez, al tenerlo frente a ella, concedió que sobara sus diminutos pechos y dócil, se arrojó a la cama; Cinthya jamás separó sus pequeños y profundos ojos azules de las manchas de humedad en el techo, semi ocultos entre la rubia melena, heredada de su madre. El Negro, arrojó el desgastado cinturón al piso y le ordenó que se trepara en él. Ella lo hizo, esperando el primer descuido, para que, con la fuerza y habilidad del mismo adiestramiento militar que le diera su padre, extrajera el puñal de caza que le robara y tras un golpe sordo, penetrara la hoja hasta el fondo. Como el buen perro que era, el Negro tardó en morir, incluso sus asquerosas manos intentaron zafarse, pero ya era demasiado tarde. A manera de despedida, Cinthya le preguntó: “¿cómo es que me enseñaste que debe girar el cuchillo para asegurarte que tu victima morirá?”

Con ese crimen, Cinthya se sintió liberada, sin embargo, pasaron tan solo dos años para caer en la cuenta de que se había equivocado. Esa tarde lloró más que nunca, ¿por qué Dios? ¿Acaso no fue suficiente que ese animal abusara de mí durante tantos años? ¡Tenías que dejarme en mi propio rostro los rasgos que tanto odié! Cinthya se observaba en el espejo y con la punta del cuchillo recorría cada surco, cada expresión, cada gesto heredado del Negro. Sus ojos salpicaban odio y surgió ese brillo maldito que ansiaba venganza. No soportaba ver su propia cara.

Por la noche, en una cantina de mala muerte, encontró a su primera víctima. Era perfecta, tan mal educado y barbaján como su padre. Al inútil no le bastó más que una leve insinuación para imaginar a esa menuda güera de tez tan blanca, trepada en él. Cinthya había encontrado el pretexto ideal para atraer a sus víctimas, aunque jamás tendría relaciones con hombre alguno. Al matarlos, sentía el placer de descargar la furia del delgado y aguerrido cuerpo que su padre instruyó en defensa

personal, pero al desgajarles la cara procuraba hacer los cortes con precisión como si se estuviera practicando a ella misma una cirugía estética para borrar las facciones que tanto aborrecía.

Al día siguiente de la muerte de Porfirio, Cinthya leía el periódico “La Jornada" en una banca del Parque España: “Cara cortada aniquila a su sexta víctima”, decía el titular.

Con gran rabia, arrugó el diario y lo arrojó al césped. Nadie la había comprendido en este mundo. Se sentía angustiada, cansada y sumamente frustrada. Además, Porfirio ni siquiera había sido su sexta víctima, en todo caso sería la octava ya que la policía no estaba contando a su propio padre, quien yacía enterrado en el patio trasero de su casa; y mucho menos consideraban a la primera y más afectada de todas las víctimas, una muerta viviente: Cinthya Benavidez.

 

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