Opinión

Deuda de honor

Por Alejandro Mier


Don Ramón no reconoció el suave golpeteo de nudillos que tocaban su puerta y es que a esa hora de la tarde la única visita probable era don Remigio, pero él siempre golpeaba con mucho mayor fuerza.

–Remigio, ¿eres tú?, pasa –invitó don Ramón, sorprendido de que tocó con tal pasividad como su misma actitud aparentaba–. “Raro en mi compadre”, pensó.

–Gracias, Ramón, espero no ser inoportuno.

–No, al contrario, está por comenzar una película, toma asiento.

Los compadres observaron el televisor por más de dos horas y como era costumbre tan sólo cruzaron unas cuantas palabras.

Cerca de las seis de la tarde, Remigio se incorporó, apoyó el brazo en el hombro de don Ramón y le dijo: “eres un buen amigo, Ramón”. Acto seguido, salió de la casa y se dirigió al departamento de abajo.

Don Ramón se quedó perplejo ante las extrañas reacciones que provocaba en la gente su flamante y recién estrenado televisor a color; es cierto, en esa época eran muy costosos, mas tampoco consideraba que fuera para tanto. En esos lares paseaban sus cavilaciones cuando se escuchó un estruendoso balazo. Al instante, don Ramón no sólo reconoció el calibre del arma, sino que no le cupo la menor duda de que era la .38 de su compadre.

Bajó las escaleras de dos brincos y no tuvo problema para entrar ya que la cerradura estaba sin seguro. Durante su vida había presenciado muchos cadáveres, por eso ver a don Remigio con el cráneo hecho pedazos no lo impactó; lo que sí llamó su atención fue conocer el motivo real que tendría para quitarse la vida de tal manera.

Con cautela se sentó sobre la cama en la que yacía el cuerpo. A un lado, encontró tres cartas póstumas; una era para su hija Eugenia, la mayor, y la otra para Ernestina, su esposa. Las notas eran muy breves y con la parquedad que lo caracterizaba, se despedía diciéndoles que las amaba y no daba mayor explicación.

La tercera carta estaba sellada y atrás traía escrito con letras rojas: “INDALECIO ARMENTA, ENTREGA URGENTE”.

Don Ramón guardó la carta en su bolso mientras recordaba la afrenta que años atrás había tenido su compadre con Juan Armenta, el hijo de Indalecio.

Vivían en un pueblo oculto entre las montañas de Oaxaca. Un lugar en el que prevalecía la ley del monte. Tierra de hombres valientes y obstinados, en la que se contaban historias de familias enteras que acababan asesinadas por otras familias del pueblo con las que mantenían rencillas.

En “Tres Valles” la gente no era cobarde y se jugaba el pellejo con el más pintado, tal y como lo hizo don Remigio cinco años atrás. Aquella noche, don Remigio descansaba en su habitación, cuando sonó el teléfono:

–Buenas –dijo al descolgar el auricular.

–Soy Ramón. Escúchame. Juan Armenta se enteró de tus amoríos con su mujer. Acabo de escuchar que va a tu casa en busca de venganza.

–Ramón ¡Detenlo! Dile que no lo haga. Si viene a la casa voy a tener que matarlo.

–Ya es tarde –finalizó Ramón colgando la bocina.

Remigio vivía con Ernestina, su esposa, y con Eugenia, Justina y Petra, sus tres hijas adolescentes. Sin pensarlo, en cuanto escuchó los gritos en la calle, sacó su revólver:–¡Remigio Sandoval! Sal que hoy vas a morir como un perro, ¡maldito!

–¡Lárgate de aquí! No me obligues a hacer algo que no quiero, ¡yo no tengo problemas contigo!

–¡Claro que los tienes! Y si no sales a enfrentarme como hombre, ¡tumbo la puerta, desgraciado! Los lastimosos gritos de su esposa e hijas al rogarle que no lo enfrentara, hicieron que no se escuchara la puerta trasera por la que Remigio salió, mucho menos sus pisadas al rodear la casa, por eso Juan Armenta nunca supo qué fue primero, si la aparición de Remigio frente a sus narices o la descarga de plomo en el pecho.

Pero ya lo habíamos dicho antes, “Tres Valles” no era un sitio donde las cosas se quedaran así nomás. No señor. Esa misma noche, Indalecio Armenta, el padre de Juan, acompañado de Pedro y Pancho, sus otros dos hijos, peinaron el pueblo en busca de Remigio, y gracias a la ayuda de don Ramón, éstos no dieron con él.

Remigio supo que su destino estaba marcado y sólo tenía dos caminos, matar a todos los Armenta o huir de “Tres Valles”. Su sensatez lo hizo inclinarse por la fuga, aunque para su mala fortuna, el mismo día que abordó el tren, unos cuatreros acribillaron a Pedro, el hermano menor de Juan y todos apostaban que el culpable también había sido Remigio.

Don Ramón salió de sus cavilaciones al escuchar el escándalo de las sirenas de los policías. Se aproximó a su amigo para echarle un último vistazo y se percató de que en su puño guardaba una nota más: “será otra persona de la que quería despedirse”, pensó don Ramón y con rapidez, pues las pisadas ya se oían muy cercanas, tomó el papel y lo guardó en el bolsillo interior de su saco. Instantes después, introdujo en el buzón del correo la carta dirigida a Indalecio Armenta y decidió ir a caminar por aquella vereda del parque que tanto le gustaba, en busca de un momento de soledad que le permitiera rezar por el alma de su amigo.

En una vieja cabaña a las afueras de “Tres Valles”, Indalecio Armenta engrasaba con mucho cuidado su pistola y mientras le frotaba una franela para hacerla relucir, le dijo a la joven que se encontraba arrodillada, con los ojos vendados, en el rincón del cuartucho:

–Le llegó su hora señorita Sandoval. Tal parece que usted va a pagar una deuda que no le corresponde. Lo siento mucho, pero las cosas son así, agregó mientras la arrastraba al centro de la habitación.

–Para que no diga que no soy hombre –dijo el viejo–, la voy a dejar que se destape los ojos para que vea quién la va a ejecutar.

Al quitarle la venda, Eugenia, la hija mayor de Remigio lo miró con ira y le gritó retadora:

–¡Jálele, “ñor”! Qué no le tengo miedo ni a usted ni a su arma, ¡Jálale de una vez!

Indalecio reconoció en ella la bravura de las hembras de su tierra y al amartillar el arma sintió tener que hacerlo; a pesar de ello, deudas eran deudas y debía vengar la muerte de dos de sus hijos. Estiró el brazo para dispararle, y en eso entró a tropezones a la habitación su hijo Pancho y dándole la nota, con la respiración agitada, le dijo: “tiene que leer esto, papá”.

Después de revisar con calma cada línea, expulsó unas tremendas carcajadas y haciendo bola el papel, se lo arrojó al rostro a Eugenia, y le ordenó:

–¡Lárguese rápido! Al parecer, su padre ya pagó lo que debía. ¡Órale, vámonos de aquí!

Dos días después de la muerte de Remigio, don Ramón se disponía a dormir. Antes de ir a la cama, se quitó el saco y al colgarlo en el perchero, observó que algo sobresalía de su bolso interior. “¡Cómo puedo ser tan olvidadizo!”, se reclamó al ver que se trataba de la última nota que extrajera del puño de su amigo. Al leerla lo comprendió todo; la nota se la había escrito Indalecio Armenta y en ella le decía que, ya que no podía hallarlo por ninguna parte, la única salida que le dejaba era comenzar a matar, una a una, a cada mujer de su familia que aún habitaba "Tres Valles”. “Comenzaré con Eugenia, la mayor, al menos que usted dé la cara en menos de cuarenta y ocho horas, concluía la misiva”.

Remigio Sandoval nunca fue un tipo miedoso, por el contrario, ganas no le faltaban de ir a enfrentar a los Armenta, pero sabía que, de hacerlo, las represalias entre familias continuarían y tarde o temprano, como ahora estaba a punto de suceder, la sed de venganza alcanzaría a sus hijas. Valía más, como los hombres, acabar de una buena vez con todo esto.

 

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