Opinión

Un ideal que cruje

Por Juan José Rodríguez Prats


José Ortega y Gasset insistía en que para definir el carácter de una nación había que entender las relaciones de las masas con sus minorías. En nuestro caso la desigualdad, las distancias culturales, una política pervertida y separatista, una comunicación resquebrajada y otras lindezas similares han hecho de la sociedad mexicana un archipiélago. Las instituciones que nos deberían dar coherencia están erosionadas y en pocas ocasiones han estado tan confrontadas. Arribamos ciertamente a una vida social más participativa, pero con un alto grado de discordia.

Los responsables de evitar esos males son los partidos políticos, entre otros. Sus herramientas son las ideas, los liderazgos, la lealtad de su membresía, la comunicación interna y externa, la disciplina, el profesionalismo; en una palabra, la institucionalidad. En todas estas materias, se padecen serias carencias. La democracia a la que hemos arribado después de un trayecto tan truculento ha hecho aún más evidente lo que podríamos definir como una precaria cultura política. Creo que, en esto, pocos podrían no coincidir. Nada honrosa convergencia.

Lo acontecido en el Partido Acción Nacional es un claro ejemplo. Hace más de 70 años, en un memorable ensayo, Daniel Cosío Villegas se preguntaba quiénes eran los hombres de ese partido. Les reconocía haber sido los primeros en “preocuparse de algunos de los problemas del país y de proponer soluciones distintas de las fórmulas oficiales”, pero les criticaba su distanciamiento con la gente, que no tenían sex appeal para el pueblo de México. Ya hemos mencionado muchos de sus aciertos, lo que llegó a calificarse de victoria cultural. Ahora, con esa pluma tan certera, Jesús Silva-Herzog Márquez escribe: “Acción Nacional hizo de su éxito una derrota cultural”.

Nunca en su historia ha sido, junto con otras instituciones, tan necesario. Perdió lo que más categoría le otorgaba: su consistencia doctrinaria, que a su vez le permitía una gran cohesión interna. Surgió el particularismo, cada grupo le dio prioridad a sus adhesiones individuales dejando de compartir los sentimientos de los demás. Dejó de ser una gran familia con una gran solidaridad interna, que Efraín González Luna llegó a denominar “camaradería castrense”. Había una profunda mística y las deliberaciones de sus órganos colegiados llegaron a calificarse, aun por sus más acérrimos adversarios, como los de mayor relevancia por su calidad ética e intelectual. Son históricos muchos de sus posicionamientos en los debates de ambas cámaras y en las contiendas internas para dirigencias y candidaturas. En contraste con los hechos recientes, se perciben anchas y profundas brechas con aquellos tiempos.

¿Qué hacer con el PAN? Lo que exige nuestra realidad: un profundo proceso de estudio, una permanente preparación, abandonada desde hace varios lustros. Una enseñanza de su historia, de sus crisis, de sus personajes. Una motivación a la reflexión sobre nuestros deberes. El PAN debe entrar en un vigoroso proceso de ebullición de ideas. Sobra decir que sin ellas no se puede hacer política. El PAN se hizo en la provincia. Su cuna fue la UNAM, con el movimiento encabezado por Manuel Gómez Morin, pero los mexicanos valiosos que se dedicaron a recorrer el país predicando su pensamiento le dieron cuerpo y presencia. La única forma de superar su crisis es repetir la receta. Todo partido requiere algo superior que permita remontar las naturales confrontaciones por los puestos en disputa.

Lo acontecido en la renovación de su dirigencia es sin duda la página más vergonzosa de su historia. Una elección que se convoca, que no se efectúa y de la cual hay ganadores.

Su fundador identificó a la generosidad como la virtud panista por antonomasia. Ésa es la esencia de la operación política. Sin ella su crisis será letal.