Opinión

Por donde chirría

Por Roberto Matosas


La política de partidos, últimamente, está tendiendo demasiado al espectáculo de masas. Y eso es peligroso para el progreso de todos. Cada día nos levantamos con un nuevo giro de guion. Desavenencias en forma de serie de ficción entre unos y otros, que hacen a los ciudadanos creer cada vez menos en los partidos y más en las personas (sean del signo político que sean). Pura lógica, desde luego. Porque cuando los cimientos de las organizaciones empiezan a chirriar, los que están al frente deberían preocuparse y ocuparse. Para eso necesitamos liderazgos con un alto nivel de consciencia sobre lo que ocurre en la sociedad, no solo en su micro entorno. En este tiempo, donde todo sucede muy rápido, donde cuesta ejercer la reflexión y la memoria, debemos detenernos y pensar qué tipo de política queremos en nuestras calles. Quizás hemos desinflado demasiado el nivel de exigencia sobre nuestros representantes. Es como si no esperásemos nada y cualquier cosa nos sirviera. Como si ya no tuviéramos olfato para reclamar la dignidad, el primer síntoma de una política sana. Pero estamos despiertos.

Está brotando un nuevo motor de influencia en nuestro país -y en otros- que ya no se resigna al optimismo. Lo apoyan también las generaciones más jóvenes, que buscan carismas políticos donde volcar sus sueños y comprender el mundo. Si los partidos actuales no lo saben ver ni gestionar, estarán cometiendo un error histórico. Hay nuevas corrientes que quieren demostrar que están preparadas para escuchar las voces de los disidentes de la conformidad. Y eso siempre ha tenido mucha potencia social. Si estas oleadas, focalizadas en personalidades políticas llamativas, pasan de ser un fenómeno a una realidad sostenible, este país realizará un giro político trascendental. Y entonces ninguna pieza del tablero electoral volverá a ser igual. Los ciudadanos van a movilizarse para votar causas. Por eso los partidos deben promover carismas fuertes en dignidad, donde las personas puedan sentirse atendidas, respaldadas y protegidas. Es una cuestión de autoestima colectiva. Y creo que esto sucederá más pronto que tarde.

Los dirigentes mundiales más deseados, por la forma eficiente en la que actúan, comunican y conectan tienen un denominador común: su alto sentido de la dignidad. Hablo de mandatarios como Jacinda Ardern en Nueva Zelanda, Angela Merkel en Alemania o Mario Draghi en Italia. Estos políticos conciben su poder desde la honestidad de saberse capacitados para resolver, para promover la tranquilidad general. Hacen política centrándose en lo importante, que va más allá de los cuellos de su camisa. Son aclamados porque su influjo provoca seguridad. No crispan, no mienten, no desvían la atención con sus ínfulas de mando. De ahí su autoridad moral, el máximo nivel de credibilidad para un dirigente. Gobiernan para servir a la sociedad, no para servirse de ella. Por eso la dignidad y la capacidad de hacer cosas extraordinarias deberían ser las dos condiciones mínimas para ejercer la política. Y quien no llegue a este nivel, que de un paso al lado. Si no lo hace, los votantes van a ser capaces de pedirlo. Porque las sociedades desencantadas están transformándose en comunidades ágiles capaces de reivindicar liderazgos auténticos. Es una evidencia que no deberían perder de vista quienes aspiren a gobernar. El éxito político, hoy, pasa por saber empujar el portalón de la dignidad para abrirlo de par en par. Solo así las bisagras no chirrían.  Algo significará.

fuente: Imelda Rodríguez Escanciano

El Día, Valladolid, 28/11/21

Especialista en Educación, Comunicación Política y Liderazgo