Opinión

Nuestra encrucijada

Por Juan José Rodríguez Prats


La mayor calamidad para la humanidad ha sido la concentración de poder. Thimothy Snyder escribe que “si queremos tener una descripción del bien y del mal debemos resucitar la historia”.

Los primeros ensayos de vida democrática se dieron hace 2,600 años. Tal vez el más relevante sucedió en el 509 a.C. En Roma gobernaba Tarquino el soberbio. Su hijo Sexto Tarquino violó a una mujer hermosa y de una bien ganada reputación de honorable, Lucrecia, quien, frente a su padre y esposo, al referir el ultraje recibido, se hundió un puñal en el pecho después de decir: “Ninguna mujer quedará autorizada con el ejemplo de Lucrecia para sobrevivir a su deshonor”. Ante aquel acontecimiento, el iracundo pueblo, encabezado por Lucio Junio Bruto (ancestro de Marco Junio Bruto, quien lideró la conspiración para asesinar a Julio César en el año 44 a.C.), se rebeló e hizo huir al rey y a su familia, terminando con la monarquía e iniciando un sistema político con división de Poderes: en el ejecutivo, pretores y cónsules electos por periodos breves y el fortalecimiento del parlamento en la institución del Senado. Ahí se celebraron grandes y memorables deliberaciones que explican la grandeza romana.

Es importante anotar que aquel avance político no fue causado por grandes teorizaciones ni sustentado en propuestas de pensadores ilustres, sino por la actitud insumisa de la gente herida por una injusticia y motivado por el sacrificio de una mujer digna. Con este antecedente, doy un salto de varios siglos.

El pueblo ruso ha sido uno de los más sufridos. Su dramática y prolija literatura es la más palpable evidencia. Apenas percibimos algunos destellos de intentos frustrados de vida democrática. Después del brutal y prolongado periodo de los zares en febrero de 1917, debido a la sangrienta participación en la primera guerra mundial, abdicó el último, Nicolás II. La población, encabezada por un personaje severamente juzgado por la historia, Alexander Kerensky, no pudo lidiar con órganos colegiados —la Duma y el Soviet supremo—, propiciando la revolución de octubre de ese mismo año y el triunfo de Lenin, quien previo acuerdo con el imperio germano, el enemigo en la guerra, asumió el inicio de una dictadura más cruel que la zarista con una fachada de ideología socialista. El estilo de gobernar lo describe magistralmente la premio Nobel de literatura, Svetlana Aleksiévich: “Stalin le preguntó a sus hijos: ‘¿creen que Stalin soy yo?’ ¡Pues claro que no! Stalin es él’ y señalaba con el dedo el propio retrato colgado en la pared”. Ahí está la mentalidad ensoberbecida de quienes sienten que encarnan un ser por encima de leyes e instituciones, más allá de cualquier consideración ética y arañando a como dé lugar un pedestal de gloria en la historia de su nación.

Hubo otro intento encabezado por Mijail Gorbachov, quien, al desmantelar un imperio que se sustentaba en cuatro mentiras (ni era unión ni eran repúblicas ni eran socialistas ni eran soviéticas), no logró los consensos para implementar un nuevo sistema político. Se le reconoce más por el gran servicio que le hizo a la humanidad. La escritora aludida escribe: “En Rusia todo puede cambiar en cinco años, pero no cambia nada en 200”.

Hoy está en el poder un personaje a quien su biógrafa, Masha Gessen, describe lacónicamente: “Cualquiera puede proyectar en este hombre gris y ordinario lo que quisiera ver en él”.

En la más realista de las políticas, la internacional, hay quienes sostienen que no se debe provocar a esa maquinaria fría de poder, condenando a los pueblos a que continúen bajo su dominio, cuando quienes no lo han hecho han alcanzado, en todos los órdenes, mayor beneficio. Lo dicho, el mayor reto del siglo XXI es contener el poder. El dilema es claro: autocracia o prevalencia de la ley, esa es nuestra encrucijada.