Opinión

El parlamento

Por Juan José Rodríguez Prats


A la pregunta “¿Qué es lo más difícil?”, Goethe se contestaba: “Ver con los ojos lo que ante los ojos se encuentra”.

Hace muchos años platicaba con un connotado jurista y político sobre cuál de los tres poderes en que está dividido su ejercicio es el peor en su desempeño. No tenía ninguna duda: dado nuestro régimen presidencial, la mayor responsabilidad recae en el Ejecutivo. El argumento es incontrastable. Sin embargo, si los deslindamos y vemos cómo funcionan y cotejamos sus resultados con los deberes que las leyes les asignan, la respuesta se torna más complicada.

La administración de justicia a cargo del Poder Judicial es patética. Me aboco al análisis del mal llamado Poder Legislativo.

En todos los pueblos surgió de manera natural la división de poderes. La necesidad de deliberar qué hacer en asuntos colectivos, desde el origen de la organización política, engendró órganos colegiados con voces autorizadas para asumir esa tarea. Para algunos historiadores, el ágora griega fue el inicio. Me parece, no obstante, que el auténtico parlamento nació en el año 509 a.C. con la República romana después del derrocamiento del rey Tarquino el Soberbio, como ya lo he relatado en este espacio. Mary Beard relata en su Historia Antigua de Roma el papel del Senado, del que se desprende el conjunto de ideas fundamentales que regulan a la institución y a la democracia.

Dos principios básicos del gobierno republicano eran que el ejercicio del cargo había de ser siempre temporal y que, excepto en caso de emergencia, cuando un hombre podía tomar el control durante un breve periodo, el poder debía ser compartido. Agrega: “La idea de que la república se fundó basándose en la libertas retumba con fuerza a lo largo de la literatura romana y ha resonado a través de los movimientos radicales de siglos posteriores en Europa y América”. Señala que “el Senado, que por entonces estaba al frente de las finanzas de Roma, era responsable de las delegaciones enviadas a y desde otras ciudades y de la supervisión de facto de la ley y la seguridad en todo el territorio romano y aliado representaba el elemento aristocrático”. El historiador Polibio afirma que el secreto residía en “una delicada relación de equilibrio de poderes entre cónsules, el senado y el pueblo para que ni la monarquía ni la aristocracia ni la democracia prevalecieran por completo”.

El debate era intenso y de gran calidad. Siempre se discutía entre el ideal y la realidad. Cicerón lo expresa con claridad: “Catón habla como si estuviera en la República de Platón, cuando de hecho está en la mierda de Roma”.

¡Cuántas lecciones se pueden recoger de aquel destello de sabiduría política!

Hemos focalizado la lucha política en las elecciones de los ejecutivos, tanto nacionales como locales. Los partidos ponen su atención en los candidatos a esos cargos. Las posiciones de los representantes populares son prebendas a repartir, pagos por apoyos recibidos, compromisos derivados de complicidades, personajes con recursos que garanticen el triunfo en las urnas. Las consecuencias están a la vista, con notables e individuales excepciones.

Urge mejorar nuestras asambleas federales y estatales. Ello exige postular a quienes tengan perfil parlamentario. No propongo grupos de notables ajenos al electorado, pero sí buscar un equilibrio como se acostumbra en democracias auténticas.

Empatía, compasión, piedad, decencia, solidaridad, humanidad. Llámele como quiera, pero eso es lo que requerimos. ¿Cómo lograrlo? Mejorando nuestros puentes de entendimiento. Es evidente el fracaso de la forma de hacer política de los últimos tiempos. Nuestra pervertida democracia atrofió aún más la endeble cohesión social. La 4T no es más que la culminación de nuestra tragedia. Tiene razón José Ortega y Gasset: “Para entender un diálogo, hay que interpretar en reciprocidad los dos monólogos”.