Opinión

El tapado (I)

Por Juan José Rodríguez Prats


Hasta donde mis entendederas llegan, en la historia de las organizaciones políticas se fueron experimentando varios métodos que les permitieran continuidad, resolviendo el difícil problema de la sucesión del poder. Desde la primitiva imposición por la fuerza que después se tornó hereditario, dando origen a las monarquías, hasta el más civilizado —con todo y sus degeneraciones— de que seamos los gobernados quienes elijamos a lo cual se arribó pasando por diversos ensayos de oligarquías, dictaduras, revoluciones, y, en forma relevante, la adopción surgida en Roma. Esto es, que en un último acto de poder, el emperador designaba a su sucesor. Lo hizo por primera vez Julio César, en su testamento, al heredar el mando supremo a su sobrino Augusto.

El tema ha sido estudiado exhaustivamente. No hay historiador o filósofo de la política que no aluda al tema de alguna manera. Digamos que ha sido la idea nuclear de la teoría del Estado. Cómo se obtiene y cómo se ejerce el poder han constituido una de las preocupaciones más sentidas en todos los pueblos.

México ha tenido una azarosa historia, que no puede calificarse de prolongada, en una práctica reiterada en la renovación de sus poderes. De 1535 a 1821, Nueva España fue gobernada por 61 virreyes designados desde la península, quienes gobernaron en promedio periodos de cuatro años. Algunos deshonestos, otros gobernantes ejemplares, no se registran casos de crueldad. Las siguientes décadas, ya en nuestra vida independiente, fueron de una gran guerra civil, anarquía, dos intentos de imperio y el involucramiento de conflictos internacionales. La República restaurada (1867) tuvo una vida efímera y, a partir de 1876, una prolongada dictadura. Ya en 1917 se dieron los primeros escarceos del método denominado de adopción. Lo explico en esta anécdota personal.

En 1986, escribiendo la biografía de Adolfo Ruiz Cortines, entrevisté a Benito Coquet, quien me platicó que le obsequió al político veracruzano las Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar. Tiempo después, al comentar el libro, don Adolfo le dijo que había un párrafo que le hizo relacionar a los romanos con los mexicanos en la forma de designar a su sucesor. Releí la extraordinaria novela y me parece haberlo encontrado. Transcribo la idea central: “El Imperio debe pasar al más digno; bello es que un hombre que ha probado su competencia en el manejo de los negocios mundiales, elija su reemplazante, y que una decisión de tan profundas consecuencias sea al mismo tiempo su último privilegio y su último servicio al Estado”.

Venustiano Carranza lo intentó en 1920 al pretender designar a un civil, Ignacio Bonilla, con buenos antecedentes, para garantizar un buen gobierno. Fatales fueron las consecuencias. Provocó la rebelión militar encabezada por Álvaro Obregón y le costó la vida. A su vez, Obregón sí impuso a Plutarco Elías Calles, no sin aplastar violentamente la revolución encabezada por Adolfo de la Huerta. Con el asesinato del presidente electo (Obregón, 1928), se anunció un cierto esquema institucional, aunque siguió prevaleciendo la voluntad del jefe máximo.

El primer tapado fue Pascual Ortiz Rubio. En Sonora me platicaron una sabrosa anécdota: Calles le manifestó a Aarón Sáenz que él sería el candidato del recién creado Partido Nacional Revolucionario, pero que no se lo comentara a nadie. Sáenz le dijo a su esposa que estaba a punto de acontecer el acto más importante de su vida. Ella consideró que debían celebrarlo y procedió a hacerle un festejo sorpresa. Invitó a la esposa de Calles, quien a su vez se lo dijo al presidente. En la convención del partido, en el baño, se transmitió el cambio de consigna, dando el nombre de Ortiz Rubio. Cuando Sáenz le reclamó al presidente, éste solamente exclamó: “Hablaste, Aarón”.