Opinión

La enviada

Por Alejandro Mier


"En verdad que esta es realmente una bellísima tarde”, pensó Giovanni al llegar al campo de fútbol. Se detuvo justo en la línea lateral como si le pareciera una injuria que los tacos de sus zapatos rasgaran el impecable césped. Levantó la vista y entre los algodones blancos vio con claridad un halo de luz por el cual el reflejo del sol viajaba en línea recta; al sentir su tibieza en la piel, cerró los ojos y dejó que ese placentero contacto con el universo lo acariciara todo haciéndolo suyo por un instante. No supo con exactitud cuanto duró el mágico roce. Todo su ser estaba concentrado, embelesado, con la placentera sensación, cuando el único de sus sentidos que quedaba virgen fue poseído por una celestial voz, dulce, radiante, sublime…

-Interrumpo…

Como despertando de un sueño, Giovanni giró la cabeza muy despacio para observar la figura más hermosa jamás imaginada. Las palabras no salieron. Sólo veía como el halo de luz traspasaba los acolchonados manchones blancos hasta reposar en su rosada mejilla. Quiso decir, ¿eres real? Deseo acariciar su carita, sin embargo le pareció un pecado. Estaba petrificado, pero gracias a dios, ella le tomó la mano y pudo comprobar que no era obra de su imaginación.

-¿Hola? ¿Estás ahí? -Cuestionó la chica en tono divertido.

-Perdón… perdón, perdón… -musitó Gio volviendo en sí.

-¿Qué pasa? ¿Estás bien?

-Jamás mejor, que yo recuerde…

Sus ojos azules eran un trozo del cielo de esa tarde. Como si Van Gogh estuviera ahí mismo, observando las ráfagas blanquiazules y tomase su pincel para imitarlas plasmándolas en el iris de sus ojos. Y luego, de la manera más generosa, darle volumen al par de senos más sensuales. Claro, Gio sólo podía ver la línea que los dividía y la esquisita redondez que nacía, pero no necesitaba más para saber que nunca habría nada más excelso en el mundo, que descubrir su rosada cúspide. Impensable soñar una conquista mayor. Y si así fuera, ¿a quién le importaría?

Sin poder contenerse, movido por una fuerza sobrehumana, Giovanni estiró el brazo hacía ella deseando poder tocarla. Ella cerró los ojos y respiró profundo esperando el contacto, pero claro, nunca falta un imbécil inoportuno.

-Hola Gio, jio, jio, jio, -sonaba el intento de risa del retrasado mental de Eduardo, -¿no me presentas a mi próxima novia? Jio, jio, jio.

Ninguno de los dos ni siquiera lo voltearon a ver. Sus miradas no se separaban. Y como el brazo de Giovanni seguía suspendido en el aire intentando alcanzar la tibieza de su mejilla, al estúpido de Eduardo lo único que se le ocurrió fue arrojarle el balón. Los reflejos de Giovanni se dispararon en automático temeroso de que el ovoide alcanzara a la angelical chica, así es que golpeó la pelota y al caer al césped empezó a brincar por todos lados hasta regresar justo a sus pies. Giovanni lo pisó y lentamente fue subiendo la mirada hasta llegar a la diosa de ojos azules.

-Hola. -Dijo sonriente, -parece que ahora si estás aquí.

-Hola, -respondió Giovanni, -¿eres del colegio?

-No, -dijo ella, divertida.

-Entonces, ¿viniste al entrenamiento?

-Tampoco, ¿cuál entrenamiento?

-¿No sabes? Aquí jugamos las Águilas doradas. Yo soy “ala”, bueno, corredor, para que me entiendas…

-¡Giovanni, al campo! -Tronó la voz de un hombre.

-¡No puede ser! Lo siento, me tengo que ir, el coach me llama… ¿Podrías quedarte… quiso decirle y hasta agregar… “para siempre”, pero Eduardo lo jaló del Jersey y simplemente la perdió de vista.

Al día siguiente, Giovanni corrió por la banda, se detuvo para atrapar el pase que le mandaron, sin embargo, en ese momento creyó ver a la misma niña en las gradas y por distraerse, el balón de cuero le pegó en plena cara.

Cuando intentó abrir los ojos, entre luces multicolores, su floral aroma lo bendijo.

-Tienes una sonrisa increíble, ¿cómo te llamas?

Ella lo tomó de la mano para ayudarlo a incorporarse y le contestó:

-Lucero, ese es mi nombre.

-Verás… yo tengo que regresar al campo, pero, ¿me esperarías a que termine? ¿No te gustaría ver cómo practicamos? Por lo que más quieras, ¡no te vayas de nuevo!

-Si prometes no voltear mucho hacia acá para que no te vuelva a golpear el balón, creo que puedo aceptar…

-¡Bien! ¡Ya verás quien es el amo del fútbol americano!

Al terminar el entrenamiento, Gio invitó a Lucero a la fuente de sodas y no pararon de platicar y reír hasta que la luna de mayo se posó frente a ellos.  A partir de ahí, Lucero no se separó un momento de él y todas las veces del día que podían, la pasaban juntos. Giovanni estaba sorprendidísimo de sí mismo ya que jamás ninguna niña lo había atraído tanto; además, ni tiempo tenía de pensar en eso ahora que estaba por terminar la secundaria y que faltaban escasas semanas para la final del torneo de fútbol.

Lucero era muy especial y Giovanni jamás dudó que entendería sus palabras:

-¿Sabes? -le susurró al oído, -no hay nada que me guste más que estar contigo. Siento tanta… mmm, no se… ¿cómo te lo explico?

Lucero reía disfrutando los nervios de su amigo.

-Anda, dilo, no pasa nada. -Lo invitó sobando su mejilla.

-Contigo me siento… -y aunque la idea de Giovanni era confesarle lo ilusionado que estaba con ella, el amor que le provocaba, las palabras que le brotaron así, sin pedir permiso, fueron… -seguro, tranquilo. -Y continuó… -puede que te cause aún más risa pero junto a ti no tengo miedo de nada, ¡es eso! Lo encontré, ¡Esa es justamente la sensación que me provocas!

-Vaya, supongo que es todo un cumplido…

-Pues la verdad, no sé, pero de algo estoy seguro, es lo más sincero que he dicho en toda mi vida. Sólo que hay algo más…

-¿Qué pasa? Cuéntame, Giovanni, ¿qué te preocupa?

-Dentro de diez días es la gran final del torneo. ¡Mi sueño está a punto de cumplirse! Siempre he deseado ganar, aunque sólo sea una vez, pero conquistar el campeonato intercolegial.

-Pues, ¡ve por tu sueño! Estás muy cerca de alcanzarlo…

-¡Cierto! Y por primera vez me siento con la fuerza para lograrlo… ¡Sólo necesito que tu estés a mi lado! ¿Vendrás a verme en la gran final?

-¡Ahí estaré! ¡Cuenta conmigo!

Esa mañana de sábado, cuando Giovanni saltó al campo de juego, vio que Lucero se encontraba en primera fila, justo como se lo prometió. Corrió hacia ella, se quitó el casco de protección y le gritó sin importarle que el universo entero escuchara:

-Lucero, hoy por la noche es el baile de graduación, ¿aceptarías ser mi pareja?

-No me lo perdería por nada del mundo, claro que te acompaño, pero por lo pronto, ¡atrapa tu sueño! ¡Vamos a ganar! -Respondió entre los aplausos de la gente.

Giovanni regresó al campo y ese día jugó como nunca antes. Cuando saltaba, sentía como si volara y al enfrentar cuerpo a cuerpo a sus rivales, lo abrazaba una fortaleza inquebrantable, nadie podía detenerlo.

Aún así, el balón se disputaba ferozmente en cada jugada y al iniciar el 4º cuarto, el equipo rival aventajaba a los de casa por tres puntos.

El público gritaba: ¡Águilas! ¡Águilas! Cuando en un regreso de patada, Giovanni ocultó el balón entre sus brazos recorriendo la banda a todo galope. Todos juraban que anotaría pero cerca de la yarda diez, un defensa contrario que más que jugador parecía un auténtico refrigerador, se le fue a estampar de frente, encajando su casco en el costado haciéndolo rodar varias veces en el piso hasta que las mismas gradas lo detuvieron.

De inmediato la gente se arremolinó en torno a él. Lucero se acercó y les pidió que se alejaran un poco.

Giovanni al verla la abrazó y con lágrimas en los ojos, le suplicó:

-¡Ayúdame! ¡No puedo respirar! Mi sueño se me va... ¡Ayúdame!

Lucero levantó su jersey y pudo percatarse de que tenía cuando menos dos costillas rotas, “¡atrás!”, ¡atrás!”, dijo a los curiosos. En cuanto vio que nadie la observaba colocó la palma de su mano sobre la herida haciendo que los huesos regresaran a su lugar milagrosamente. Giovanni no podía creer lo que sus ojos acababan de presenciar. El dolor había pasado.

¡Levántate! -ordenó Lucero, -¿qué esperas? ¡Estás a sólo diez yardas de la victoria!

Aún trastornado, Giovanni ingresó al campo entre los aplausos y gritos del público, quienes festejaron aún con mayor euforia minutos después cuando el propio Giovanni anotaba el “touchdown” con el que se coronaban como los indiscutibles campeones de esa temporada.

Por la noche, Giovanni intentaba sin suerte recordar si en algún momento de su vida había sido tan feliz. Tenía entre los brazos a Lucero y la cabeza de ella descansaba en su pecho mientras ambos seguían con pasos pausados el ritmo de románticas canciones hasta ahora descubiertas.

Fue una velada plena, perfecta, en la que nada pudo ser mejor.

Pasada la media noche, Lucero condujo a Giovanni a la terraza del salón y ahí, bajo la sombra del inmenso roble, paseo sus delgados dedos por la cabellera de Giovanni y lo besó. No fue un beso apasionado, no. Fue más bien delicado, sin prisa, explorando cada rincón de sus labios hasta encontrar el punto exacto en el que todos los sabores, olores y sensaciones, fluyeron como encantados para nunca jamás olvidarse.

Al separar sus infinitas pestañas, Lucero lo miró con ternura y en el más puro tono maternal, pronunció: “es hora de partir”. Si las palabras se pudieran ver, hubieran observado esta frase elevarse frente a ellos, separarse letra a letra, flotando suavemente hasta desvanecerse con el gélido viento… “es hora de partir”…

-Con tristeza, cuestionó, -¿Te vas? Así nada más…

Su súplica no recibió consuelo. Lucero simplemente lo fue soltando poco a poco de la mano y de la misma sorpresiva manera con la que un día llegó, desapareció.

Giovanni fue por Eduardo. Tomaron un refresco e instantes después se marcharon del salón.

Giovanni nunca supo de donde salió el auto que los arrolló. Ni siquiera lo vio venir y tampoco sintió ningún dolor al salir despedido por la ventanilla. Al reaccionar, se encontró tirado entre la hierba; a su lado estaba Lucero y en sus ojos descubrió la misma mirada aquella que le regaló cuando inexplicablemente le curó las costillas.

-¿Y tú, princesa, que haces aquí?

-Te dije que es hora de partir, ¿lo recuerdas? -respondió cariñosa.

Giovanni no entendió bien lo que estaba pasando hasta que Lucero enlazó su mano a la de él y ambos, llenos de luz, comenzaron a elevarse al cielo.

Al desprenderse, Giovanni pudo ver su cuerpo sangrado, ya sin vida, pero no tuvo miedo; al contrario, su ser estaba colmado de una paz inmensa y un amor y gratitud total a Lucero, el ángel que le había sido enviado para acompañarlo en sus últimos días terrestres y para ahora guiarlo en el viaje al más allá.

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